Juan niño, Juan adulto
Liliana Castelo
Juan se levantaba muy temprano todas las mañanas. No le
costaba levantarse, el raído colchón no era nada cómodo y tampoco tardaba en
salir, pues no se cambiaba de ropa, ni se sacaba ningún piyama y el desayuno
era tan magro que apenas si demoraba en devorarlo.
Juan no iba al colegio, iba a trabajar. Todos los días de su
vida cumplía una rutina que la pobreza y un padre alcohólico le imponían.
Debía estar muy temprano en el subterráneo. Había que
aprovechar la hora en la que todos iban a trabajar para poder obtener más
dinero. Luego, vagar por las calles mendigando, robar algo de comer y volver al
subterráneo para cuando los mismos rostros de la mañana, volviesen más cansados
a sus casas.
A Juan no le gustaba su realidad, pero era la única que
tenía. Juan quería vestir un guardapolvos blanco o mejor aún, un uniforme de
colegio, con camisa y corbata.
Tenía sólo diez años, pero la madurez de una persona de
cuarenta, porque la calle enseña y mucho y Juan había aprendido allí todo lo
que su triste realidad le había enseñado.
Juan sabía restar y sumar, porque era imprescindible contar
cuánto dinero llevaba a su casa al fin del día.
Juan sabía la hora, no porque nadie se la hubiese enseñado,
sino porque la tuvo que aprender pues necesitaba saber conocer las horas “pico”
para poder recaudar más dinero.
Juan corría mucho más que cualquier niño de su edad, pero
sólo porque había aprendido a escapar cuando era necesario.
Juan era un excelente malabarista, simplemente porque así se
ganaba la vida en el subte. Con dos pelotitas de una goma muy descolorida y
gastada, el niño hacía su número y luego por él pedía unas monedas.
Juan sabía mucho más que cualquiera acerca de las personas,
sólo porque había aprendido a observar a la gente mientras iba a su trabajo.
Cada rostro era una historia, cada mirada hablaba y decía mucho y el niño había
aprendido a descifrar cada angustia, cada dolor, seguramente para sentir que no
era el único que no tenía la vida que quería tener.
Juan quería rebelarse, quería jugar, quería aprender
aquellas cosas que sólo yendo al colegio aprendería, quería ser un niño como
tantos otros.
Debía esperar, no era el momento. Debía ayudar como podía a
su madre y a sus hermanos, sabía que en ello no se le iba la vida, pero sí la
niñez, aún así debía hacerlo.
Cierto día, sentado en el piso del vagón del subterráneo,
escuchó a un niño y su madre que volvían del jardín zoológico. Quedó absorto
mirando al pequeño que no encontraba las palabras para describir lo grandes que
le habían parecido los elefantes o las altas que le habían parecido las
jirafas.
- Iré, como sea, lo haré, no me importa qué pase después –Se
dijo a si mismo.
La tarde siguiente se bajó en la estación correspondiente al
zoológico, caminó hasta las grandes puertas que parecían estar dándole la
bienvenida y preguntó el precio de la entrada.
La mañana había sido buena, las personas se habían levantado
generosas y el dinero que tenía le alcanzaba para pagar la entrada y comprar
galletitas que seguramente devoraría antes de ofrecérsela a algún animal.
- Niño, vete a mendigar a otra parte – Le dijo uno de los
vendedores de la boletería.
- Está pagando su entrada, tiene derecho a pasar, déjalo-
Dijo el otro y con una sonrisa, le entregó a un muy ansioso Juan la entrada de
cartón que parecía brillar en las manos del niño.
Creyó estar en el paraíso. Sintió que veía el cielo
por primera vez y que ese celeste, no era el mismo que se veía de su casa al
subterráneo. Lo mismo le pasó con los árboles, jamás le parecieron tan verdes y
tan bellos.
Caminaba tranquilo y por un momento se sintió casi uno más.
Todo lo maravillaba. Nadie corría para alcanzar un vagón,
nadie se apretujaba dentro de él. No tenía necesidad de hacer malabares con sus
gastadas pelotas de goma. Había aire, perfumes, risas y por primera vez en
mucho tiempo, volvió a sentirse niño.
Sabía que esa dicha terminaría no bien saliera del
zoológico, sabía que el niño que era en ese momento quedaría en ese parque y
volvería el adulto de diez años a rendir cuentas del dinero que esa noche, no
llevaría al hogar,
No tuvo miedo a lo que le esperaba, lo único que lo angustió
fue pensar que había sido egoísta y que había disfrutado de algo que sus
hermanitos no.
Al llegar a su hogar, la reacción de su padre no se hizo
esperar. Los golpes fueron muchos, pero no le dolieron demasiado. Esa tarde,
Juan había aprendido algunas cosas más:
Que el cielo puede ser más azul y los árboles más verdes de
lo que creemos. Que hay un mundo donde los niños son niños y donde la alegría
es posible.
Que hay otra realidad y otra vida y que ese día él también
había formado parte de ella.
Que valía la pena soñar que en su futuro otras puertas tan
grandes y bellas como las del zoológico se abrirían.
Y por sobre todo y a pesar de todo, aprendió que seguía
siendo un niño, que al menos esa tarde, nadie le había podido robar un trozo de
su infancia.
De la revista San Pablo On Line. Mayo 24 de 2012
Un hermoso y tristísimo cuento, que es la realidad de muchos niños de este país. Liliana Castelo fue amiga del Padre Hernán Pérez Etchepare. Una vez tuve el gusto de conocerla y ella deleitaba con sus deliciosos brawnis al goloso Padre. Gracias Eva porque me hiciste revivir una vez mas un pedazo del Café del Abrazo Literario. Gracias Liliana y felicitaciones por los hermosos relatos que escribís.
ResponderEliminarElsa Lorences de Llaneza