12/11/15

PREMIO NACIONAL "MARÍA ISABEL PLORUTTI" 2015 CUENTOS Y RELATOS PARA NIÑOS.


LLOVIZNA, BUÑUELOS Y MOJARRITAS

En Napalpí, un remoto, asombroso y mágico pueblito en medio del bosque chaqueño, los días de lloviznas, grises o pálidos y a veces frío, entre mi familia, o mejor dicho entre mi madre y yo, tenían un significado muy especial, por lo que no se trataban de días para quedarnos refugiados en casa, esos días tenían un sentido de gran aventura para mi.

Les cuento: esos días de lloviznas, después del almuerzo y de lavar los platos, limpiar el comedor y la cocina, mi mamá me pedía recoger algunos huevos del gallinero, entonces yo me llenaba de emoción y ansiedad, porque se anticipaba uno de los momentos mas felices de mi vida. En silencio y con amorosa diligencia, ella, mi mamá, batía los huevos y no paraba hasta verlos muy espumosos y como si fuera el doble de la cantidad con que empezó; de a poco le agregaba leche, azúcar, harina y cáscara de limón maduro rallado con la parte mas finita del rallador y otra vez a batir sin parar, buscando la perfección en esa masa rara que se hace con tenedor, porque mi mamá batía con tenedor.


El cementerio de mi pueblo era como un paisaje lleno de crucecitas  bajas, estaba al costado del camino ancho, en medio de un bosque de gigantes árboles, cuya copas en las alturas viven en un eterno abrazo. Pasando un caminito hecho por los caballos, las vacas y algunos animales silvestres que se acercaban a su orilla, resalta un pintoresco espejo de agua, un estero natural, donde los  animales del montes y las aves iban a beber, estaba rodeado por un totoral que parecía protegerlo con su follaje y sus flores de barrotes, era conocida como la lagunita de atrás del cementerio.

A mi siempre me gustó la pesca, la hacíamos los chicos, a veces solos o acompañados por hermanos mayores o los padres, capturando mojarritas  saltarinas, con cara de inocentes y llenas de lentejuelas blancas y brillosas, o bagres bigotudos, de piel marrón y resbalosa, armados para defenderse, con aletas muy puntiagudas y filosas, también tarariras, macizos y atléticos, con dientes como de serrucho, siempre tirando mordiscos y, muy raras veces, solíamos sacar un pez raro, muy serio y duro como una armadura  de hierro, casi negro, áspero y con bigotes como raíces, lo conocíamos como "la vieja del agua". Yo no conocía más anzuelo que los hechos en casa con unos alfileres brillosos y con puntas como de agujas, los doblábamos cuidadosamente hasta darle la curva exacta y al no tener contra gancho, había que ser muy rápido y habilidoso para sacarlos del agua a los peces que mordían la carnada.

Con toda la casa oliendo a vainilla, sabía que la masa que preparaba mi mamá estaba lista ya, porque era el toque necesario para realzar el aroma y el sabor, que a veces nos falta en la vida. Ahora sólo quedaba calentar bien el aceite y echar a cucharadas la masa media líquida  a    la  sartén,  donde  estallan  al  caer , se  contraen  y   se  transforman hasta convertirse casi en una esfera dorada como el sol. Con mis pocos anzuelos y una lata redonda, que era de dulce de batata, llena de buñuelos calientes y azucarados, salíamos mi madre y yo bajo la llovizna, rumbo a la laguna de atrás del cementerio.

En el recuerdo que hoy baja como llovizna invisible, no hay tiempo sino una luz eterna de infinita claridad, como el blanco mantel de la luna llena, porque con mi mamá y los buñuelos, todas las preocupaciones y los males dejaban de existir y aunque muchas veces las mojarritas no querían salir, desde ese charquito marrón, con totoras, barro y arcilla, brota un torrente de felicidad, que en la vida se convierte  en mi más dulce y mejor pesca.

Siempre pienso en volver a la orilla de aquél charquito, para comer buñuelos y pescar mojarritas, los invito. ¿Me acompañan?



Julio Luis Ruffino
Barranqueras
Pcia. de Chaco


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