LLOVIZNA, BUÑUELOS Y MOJARRITAS
Les
cuento: esos días de lloviznas, después del almuerzo y de lavar los
platos, limpiar el comedor y la cocina, mi mamá me pedía recoger algunos
huevos del gallinero, entonces yo me llenaba de emoción y ansiedad, porque se
anticipaba uno de los momentos mas felices de mi vida. En silencio y con
amorosa diligencia, ella, mi mamá, batía los huevos y no paraba hasta
verlos muy espumosos y como si fuera el doble de la cantidad con que
empezó; de a poco le agregaba leche, azúcar, harina y cáscara de limón maduro
rallado con la parte mas finita del rallador y otra vez a batir sin parar,
buscando la perfección en esa masa rara que se hace con tenedor, porque mi mamá
batía con tenedor.
El
cementerio de mi pueblo era como un paisaje lleno de crucecitas bajas, estaba
al costado del camino ancho, en medio de un bosque de gigantes árboles,
cuya copas en las alturas viven en un eterno abrazo. Pasando un caminito
hecho por los caballos, las vacas y algunos animales silvestres que se
acercaban a su orilla, resalta un pintoresco espejo de agua, un estero natural,
donde los animales del montes y las aves iban a beber, estaba rodeado por
un totoral que parecía protegerlo con su follaje y sus flores de barrotes, era
conocida como la lagunita de atrás del cementerio.
A
mi siempre me gustó la pesca, la hacíamos los chicos, a veces solos o
acompañados por hermanos mayores o los padres, capturando mojarritas
saltarinas, con cara de inocentes y llenas de lentejuelas blancas y
brillosas, o bagres bigotudos, de piel marrón y resbalosa, armados para
defenderse, con aletas muy puntiagudas y filosas, también tarariras, macizos y
atléticos, con dientes como de serrucho, siempre tirando mordiscos y,
muy raras veces, solíamos sacar un pez raro, muy serio y duro
como una armadura de hierro, casi negro, áspero y con bigotes como
raíces, lo conocíamos como "la vieja del agua". Yo no conocía más
anzuelo que los hechos en casa con unos alfileres brillosos y con puntas como
de agujas, los doblábamos cuidadosamente hasta darle la curva exacta y al no
tener contra gancho, había que ser muy rápido y habilidoso para sacarlos del
agua a los peces que mordían la carnada.
Con
toda la casa oliendo a vainilla, sabía que la masa que preparaba mi mamá estaba
lista ya, porque era el toque necesario para realzar el aroma y el
sabor, que a veces nos falta en la vida. Ahora sólo quedaba calentar bien
el aceite y echar a cucharadas la masa media líquida a
la sartén, donde estallan al caer , se contraen
y se transforman hasta convertirse casi en una esfera
dorada como el sol. Con mis pocos anzuelos y una lata redonda, que era de dulce
de batata, llena de buñuelos calientes y azucarados, salíamos mi madre y yo
bajo la llovizna, rumbo a la laguna de atrás del cementerio.
En
el recuerdo que hoy baja como llovizna invisible, no hay tiempo sino una luz
eterna de infinita claridad, como el blanco mantel de la luna llena, porque con
mi mamá y los buñuelos, todas las preocupaciones y los males dejaban de existir
y aunque muchas veces las mojarritas no querían salir, desde ese charquito
marrón, con totoras, barro y arcilla, brota un torrente de felicidad, que en la
vida se convierte en mi más dulce y mejor pesca.
Siempre
pienso en volver a la orilla de aquél charquito, para comer buñuelos y pescar
mojarritas, los invito. ¿Me acompañan?
Julio
Luis Ruffino
Barranqueras
Pcia.
de Chaco
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