EL BARRILETE QUE NO QUERÍA VOLAR EN LA CIUDAD
La mañana estaba tibia como una caricia de brisa en
primavera.
El sol en lo alto señoreaba el cielo y se hacía dueño
de todas las cosas.
Ese día Juan se había propuesto hacer volar un
barrilete. La noche anterior lo había construido con la ayuda de su papá. Como
no eran muy buenos en esto de confeccionar barriletes se animaron a buscar
ayuda y la pidieron en todos lados. Le preguntaron al abuelo Matías, al
carnicero de la esquina que tenía fama de haber volado cientos y cientos de
barriletes durante toda su vida; fueron a buscar libros a la biblioteca y hasta
bucearon en internet. El resultado estaba a la vista: habían pegado papeles de
colores en un fuerte esqueleto de caña tacuara. Con medidas exactas formaron un
hermoso rombo mitad anaranjado y mitad amarillo con una estrella roja en el
centro, de donde salía uno de los hilos tirantes. Le habían hecho unas hileras
de silbadores con flecos de papel cometa y le habían improvisado una larga,
larga, laaaaaarga cola con trapos que había aportado mamá. Todos trabajaron
para que ese barrilete se viera en el cielo como un verdadero cometa.
Siempre habían tenido la precaución de hacerlo volar
en el campito que estaba al borde de las vías del tren. Era un espacio amplio,
que permitía una carrera corta para izar barriletes, pero por alguna razón
nunca habían logrado remontarlo. Tuvieron varias desafortunadas experiencias y
siempre los barriletes terminaban
azotados contra el piso o enganchados de la rama de algún árbol que
oportunamente
se les cruzaba en el camino. Pero esta vez tenían el presentimiento que todo
saldría bien.
Recorrieron el camino desde la casa hacia el campito
con mucho cuidado de no enganchar la cola del barrilete en ningún arbusto y
protegiéndolo de la brisa que quería arrebatárselos de las manos.
Buscaron el mejor sitio contra el viento. Un olor
verde les hinchaba el pecho. Cinco o siete metros separaban a Juan con el
ovillo de hilo, del barrilete que diligentemente sostenía su padre con el brazo
en alto.
-¡Ahora! ¡Soltalo ahora! –dijo Juan con un grito, y
comenzó a correr con la cabeza vuelta hacia el barrilete. A veces giraba para
mirar adónde pisaba y el viento le despeinaba el flequillo.
Después de un corto tramo, dejó de correr. ¡No lo
podía creer! Lo habían logrado. Con la boca
abierta miraba el barrilete que se mantenía en equilibrio sobre sus cabezas. Se
dibujaba nítido en el cielo celeste. Volaba garabateando una sonrisa con su
vuelo acompasado; se movía suave con la brisa.
Arriba, el viento, que siempre sopla más intenso, tiraba con fuerza del hilo y le reclamaba a
Juan que lo soltara más para que el barrilete subiera.
Todo iba muy bien, hasta que, por un descuido de Juan,
el barrilete dio una voltereta y el hilo fue a engancharse en uno de los cables
de luz. Pero el barrilete había alcanzado la fuerza suficiente como para no
dejarse caer, sino por el contrario, el viento tiró y tiró hasta que por fin
arrancó el cable de luz que fue a unirse al hilo del ovillo que Juan tenía en
sus manos, y también se lo arrebató. Pero el barrilete quería seguir su vuelo
hacia lo más alto del cielo. Y siguió tirando. Y los cables siguieron
enganchándose… Y arrancándose… y a los cables de luz le siguieron los cables de
teléfono y del cable video de la cuadra y de la manzana… y del barrio…
Como ya nadie podía mirar televisión, o escuchar
música o prender la computadora, salieron a la calle. Algunos a tomar mate a la
vereda, otros a conversar con los vecinos; los más chicos volvieron a jugar, a
hacer rondas y a dibujar rayuelas en el piso, y había quienes simplemente
salían para ver qué ocurría, o para preguntarle al vecino si tampoco tenía luz.
Y se encontraron con el espectáculo.
Un nenito gritó “¡Un papalote!” y enseguida los que
habían podido escucharlo se dieron vuelta con cara de pocos amigos porque
creían que estaba insultando a alguien y sólo dejaron de mirarlo así cuando el
papá del nene les explicó que en México a los barriletes les dicen papalote y
que en realidad significa “mariposa”. Todos suspiraron aliviados -Ahhhh! Y se
dieron vuelta para mirar al cielo: todos los cables unidos uno detrás del otro
habían formado el hilo del barrilete más largo del mundo, y el que lo hacía
volar más alto. Los colores brillaban aún más con la luz del sol tan cerca.
Apenas podía vérselo, parecía un puntito de color que se perdía en el cielo.
Y así fue que por un día, todos abandonaron sus tareas
habituales, retomaron otras que habían olvidado, aprendieron cosas nuevas,
enseñaron cosas nuevas y por un rato largo
se quedaron mirando el barrilete en el cielo hasta que de tan chiquito…
desapareció.
Y en aquel lugar nada volvió a ser como antes. En las
tardecitas calurosas de verano o en las siestas tibias de invierno, todos, pero
todos, alzan la vista al cielo, sonríen y
abandonan sus tareas habituales… y retoman otras que habían olvidado… y
juegan a la rayuela… o salen para saludarse, para conocerse mejor, para
compartir un tiempo juntos, sin cables de por medio.
Silvina Gabriela Sánchez
Laguna Paiva
Pcia. de Santa Fe
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