La brujita Sofía era una brujita muy buena, que venía
de una gran familia de brujas y brujos. Todos eran expertos en magia y
encantamientos.
Una tarde de mucho calor, los pajaritos salían de sus
nidos y jugaban en los charcos que la lluvia había dejado por la mañana. Apenas
un viento suave corría y hacía bailar a los árboles.
Se escuchaba música, risas y voces de niños jugando.
La brujita Sofía celebraba su cumpleaños, ocho velitas se encendían sobre su
torta. Corría con sus amigos, jugaban a las escondidas. Esperaban la piñata
para llenar sus manos de caramelos.
Cuando el sol bajó y comenzaba a darle lugar a la
luna, los invitados se marcharon. Sofía había jugado mucho toda la tarde y se
sentía cansada. Se sentó en un sillón, acomodó su vestido naranja lleno de
flores y se sacó los zapatos.
De golpe vio a su lado una caja con un gran moño rojo.
Había una pequeña tarjeta que decía: "Para que vueles alto y toques las
nubes. Abuelita Ana". La caja se movía, ella estaba sorprendida, la abrió
despacito y ¡se encontró con su primer escoba!. Corrió a mostrarla a papá y
mamá, estaba contenta, ya se sentía ansiosa por usarla.
Mamá esa noche antes de dormir le contó cómo había
aprendido a volar en su primer escoba cuando era pequeña. Todos los intentos y
las caídas que había tenido. ¡La primera vez que había llegado hasta el sol! Lo
divertido que era despegar los pies del suelo y animarse a volar alto, muy
alto.
Al día siguiente, apenas regresó de la escuela, buscó
su escoba y salió al patio decidida a intentar su primer vuelo. Ya se imaginaba
junto a los pájaros, pudiendo ver desde arriba los techos de las casitas de su
barrio.
Se paró en una piedra grande, subió a su escoba y
desde allí saltó. Sintió el aire en su cara y de repente ¡pum!, cayó al suelo
raspándose la rodilla.
La brujita Sofía se asustó y sentía miedo de volver a
intentarlo. Guardó la escoba en el placard de su cuarto y allí la dejó. Pasaban
los días y la escoba seguía guardada, ya toda despeinada.
Una mañana llegó de visita la abuela Ana. Estaba
ansiosa por ver a su nieta volar en la escoba que le había regalado. Pero Sofía
le contó que lo había intentado y no había podido volar, que su rodilla se
había lastimado y sentía miedo de volver a hacerlo.
Abuelita Ana sacó una cajita de su bolsillo y la apoyó
sobre la mesa. Sofía muy curiosa la abrió para ver que había dentro. Al sacar
la tapita abrió los ojos muy grandes, sorprendida al ver salir de allí a un
hada muy pequeña. Las dos se miraron y sonrieron.
Su nombre era Julia. Era un hadita de hermosos rulos
negros y enormes ojos color café. Tenía un vestido azul y zapatitos verdes en
los pies.
Sofía tenía una nueva amiga, que iba a ayudarla con su
deseo de aprender a volar en su escoba.
Julia le dijo que lo primero que tenía que hacer era
sacudir todo el cuerpo. Moverse, saltar, bailar. Juntas lo hicieron, movían sus
brazos con mucha energía y Sofía reía olvidando poco a poco su miedo.
Buscó su escoba, salieron al patio y paradita en la
piedra se preparó para saltar. El hada le dijo que no se sintiera triste si al
principio no lo lograba, para aprender tenía que practicar.
Las primeras veces Sofía no pudo volar, pero recordaba
las palabras de Julia y lo seguía intentando. Saltar, saltar, saltar...
¡VOLAR!.
¡Estaba en el aire! ¡Lo había logrado! Podía ver desde
lo alto el techo de su casa. Sentía el aire en su cara, estaba muy feliz. Sus
vecinos la saludaban cuando la veían pasar. Ella devolvía el saludo con una
gran sonrisa.
Y al volver a casa, abuelita Ana la recibió con un
fuerte abrazo. Se sentía orgullosa de haber visto volar a su nieta en su primer
escoba. Ahora iban a poder emprender un viaje juntas por encima de altas
montañas y grandes mares.
Y así Sofía entendió que era mejor sacudir el cuerpo y
quitarse los miedos. Que poquito a poquito siempre podía aprender cosas nuevas
y que nunca había que dejar de intentar.
Jorgelina Vélez
Pcia, de Córdoba
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