EL VIAJERO MÁGICO.
Era
un hombre que viajaba en bicicleta. Llegaba de pronto una mañana, cuando las
gotitas de rocío todavía brillaban bajo el sol, y enseguida comenzaba a
sorprender a todo el mundo con sus maravillosos trucos.
En
la bicicleta cargaba una gran valija verde y redonda de la que podía sacar todo
lo que le pidieran los chicos: un barrilete, un libro de adivinanzas, un juego
de ajedrez, una alfombra musical, y muchas cosas más.
Los dedos del viajero eran tan mágicos, que con solo
un roce fugaz podía colorear el follaje de los árboles. Los niños lo seguían
por las calles y las plazas diciéndole:
¡Queremos que los cipreses sean celestes!
¡El roble rosa, como el cielo de la mañana!
¡Yo quiero el plátano dorado como el oro!
¡Y
yo el sauce azul, y el paraíso blanco como la nieve!
Y él iba tiñendo los árboles, sonriendo frente la
felicidad y el asombro de todos.
El hombre tenía un bastón rojo cubierto de
piedrecitas. El bastón también era muy, muy mágico. Por ejemplo: si él tocaba
con su bastón la pata enferma de un
perrito, podía curarla al instante; o
transformar una piedra en alfajor; o convertir tres palos en un
triciclo.
Al llegar la noche el hombre misterioso tocaba su
pequeño piano, que llamaba muchísimo la atención porque era de cristal.
Entonces las ranas de la laguna llegaban saltando todas juntas y las estatuas
de la plaza marcaban el compás con la cabeza o con los pies. De tan
sorprendida, la luna se detenía en el cielo y de paso iluminaba la escena como
si fuera un teatro.
El viajero mágico tenía una manera muy particular de
dormir: con un ojo abierto, el otro cerrado, y su pelo largo y azul agitándose
al viento. Pero el prodigio ocurría cuando soñaba, porque entonces, de sus manos
enormes surgían luciérnagas de todos los colores que lo rodeaban y lo acunaban
suavemente en una cama de lucecitas.
Así como llegaba, el hombre de pronto se iba. Montado
en su bicicleta seguía su rumbo hacia otros pueblos y países lejanos.
Al verlo partir, la gente lo saludaba pidiéndole que volviera pronto. Le decían que
iban a extrañar sus trucos y su mirada serena, que sembraba paz entre la gente.
Nadie conocía su destino. Ni cuándo regresaría.
De lo que sí estaban seguros era de que alguna mañana
lo verían aparecer nuevamente en bicicleta, con su gran valija verde y su carga
de magia, inventos y sorpresas.
María del Carmen Giay Levra
Rafaela
Santa Fe
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