SIETE CABEZAS PARA UN MONSTRUO
Nada más terrible que un monstruo de siete cabezas, con sus cuellos
dirigiéndolas -amenazantes- en direcciones opuestas, abarcando un espacio que cierra
toda escapatoria –eso me decía, ardientemente, mamá dragón.
Y
es cierto que, cuanto más terrorífico, mejor monstruo se es, pero… ¿siete
cabezas?
Nadie se imagina el trabajo que da eso: siete cepilladas de dientes
después de las comidas; granitos a decenas en mis siete cabezas adolescentes;
siete peinadas (aplastando remolinos) frente a los siete espejos que papi
colocó en el baño ( y pensar que él se arreglaba con medio espejo).
Y
no me estoy quejando por ser monstruo, pero hubiese preferido ser cíclope (como
papá), o un hombre lobo como el tío Ataúlfo, o un Troll, o zombie, o el
Pombero, o… ¡fantasma!, esos ni se lavan ni se peinan.
Además tengo más probabilidades para que me surjan dolores: o me duele
una de las cabezas (¡un día me dolieron todas juntas!); o alguna muela de mis
tantas bocas; puede ser otitis en cualquiera de las catorce
orejas después de ir a la pile de mi amiga Sirena.
¿Y
cuando trato de divertirme?, en las matinée la paso bárbaro con el carnaval
carioca, y uso sombreros y antifaces en todas las cabezas; pero cuando vienen
los lentos y hay que bailar mejilla a mejilla, a mi…me sobran trece. No tengo
con quien bailar.
Porque ya no hay más monstruos mujeres de siete cabezas, se han
extinguido -me dijo mamá- de la misma manera que nos vamos extinguiendo
nosotros, los monstruos de fantasía (hoy nos reemplazan personajes más
terroríficos, que tienen formas humanas; que declaran guerras y aniquilan
multitudes).
Mamá insistía que, con el tiempo, me iría acostumbrando a mis siete
cabezas, como ella lo hizo a su aliento de fuego (quemó tres novios antes de
casarse con papá); o mi amigo Rody -el vampiro- que se acostumbró a mojar la
vainilla en el vaso de sangre de la merienda.
Pero ¿alguien se imagina lo que es tener tantas cabezas pensando al
mismo tiempo?,
es un gran licuado de ideas diferentes.
Y
mi cuerpote sin saber quien soy yo: el de la cabeza uno, el de la cuatro o el
de cualquiera de las otras.
Ni
hablar cuando la cabeza seis decidía ir a jugar a la pelota (siempre fuimos
grandes cabeceadores), la dos pensaba en tirarse un rato en la hierba y la
cinco se preparaba para el examen de Análisis del Terror Infantil I.
Mi
insistencia, multiplicada por siete, hizo que mis padres accedieran a mi
pedido.
Vamos a hacer una prueba –dijo seriamente mi padre, entrecerrando su
ojo.
Así fue que me aplicaron la pomada Merlín, de hechizos pasajeros.
A
la semana, el sol ya no proyectaba mis siete cabezas sobre la pared de la
cueva,
tan solo se veía un largo cuello que terminaba
en una única cabeza.
Entusiasmado, corrí al espejo número uno y me peiné con esmero, para
comprobar que mi peinado se mantenía inalterable revisé mi reflejo en los otros
seis espejos.
Como no sabía cual era mi cepillo me limpié los dientes con los siete
diferentes.
Quise compartir mi alegría pero mamá y papá habían viajado al 7º
Congreso de la Asociación
de Monstruos Independientes.
Mamábruji -mi abuela- ni se dio cuenta del cambio, hacía años que su
vista le fallaba (desde aquel día en que en vez de subirse a la escoba se trepó a la pala y estropeó todo el
jardín).
Fui en busca de mi amigo el Golem para contarle, pero se había ido a
pescar con el Yeti y la Momia. Tampoco
pude estar con el Chupacabras, la
Llorona y el Basilisco que habían viajado al norte para
asustar a los niños de un campamento.
Si
al menos me hubiese quedado una de las cabezas tendría con quien comentarlo (y
si me hubieran quedado todas no tendría nada que comentar, claro).
Orgulloso llegué a la casa de mis tías abuelas solteronas: las Harpías.
Salí desilusionado, me contaron que ellas estaban encariñadas con las siete
cabezas, que cada una tenía su gracia; que no era lo mismo apretujar catorce
cachetes que hacerlo sólo con dos; que extrañaban los pelos en remolino de las
otras seis cabecitas; que de esta manera se perdían los cuentos de un montón de
travesuras…
Solo, en mi cuarto, con seis almohadas vacías, extrañando los ronquidos
y los sueños en voz alta, me quedé profundamente dormido.
Por la
mañana seis voces iguales a la mía no paraban de gritarme: levantate dormilón,
vamos, que nuestros espejos nos esperan.
Gustavo Eduardo Green
San Antonio de Areco – Prov. Buenos Aires
No hay comentarios:
Publicar un comentario